domingo, 22 de agosto de 2010

SOBRE INFIDELIDADES

Óscar Collazos. Columnista de EL TIEMPO.



Hay que estar ocioso para concebir un proyecto de ley que busca castigar las reacciones del corazón o la entrepierna .


Todo adulterio es infidelidad, pero no toda infidelidad es adulterio. El infiel y el adúltero (la infiel o la adúltera) son, sin embargo, cara y sello de la misma moneda. De curso legal o clandestino, se trata de esa moneda conocida desde siempre como amor. Así que la discusión sobre los efectos legales de la infidelidad se vuelve pintoresca cuando se acepta que lo hecho dentro del amor incumbe más a la pareja que a las leyes. El amor sólo puede existir en personas con capacidad de continuar o abandonarse libremente.




Las leyes están para castigar otros "crímenes del amor". El más frecuente es la violencia. Se manifiesta en numerosas variantes y es siempre el "castigo" expeditivo y "multa" que alguien impone a otro por haber entendido mal los misteriosos designios del deseo. Cuando las leyes trataron de castigar el adulterio, consiguieron que se castigara con mayor severidad el cometido por las mujeres. El de los hombres quedaba en la impunidad o era un trofeo socialmente aceptado de la virilidad.




La Edad Media no fue solo la suma de siglos que consagró la existencia del demonio y su lucha con los soldados de Dios. Recordemos la épica implacable de las Cruzadas. Fue la época que aceptó como macabro ritual público de la cristiandad el castigo de las mujeres adúlteras, quemadas en la hoguera. Hacia la segunda mitad del siglo XIX, Francia se escandalizaba todavía con el adulterio de la Emma Bovary, la criatura literaria de Flaubert, esa pobre muchachita defraudada por un marido pusilánime y sin sueños.


La Inquisición confundió adulterio con brujería. Todavía en el siglo XX, pueblos rezagados de los efectos civilizadores de las ideas liberales siguieron castigando con "hogueras" de desprecio social a las mujeres. Don Ramón del Valle Inclán recreó en su obra Las divinas palabras el caso de la adúltera apedreada ferozmente, llevada finalmente a la hoguera. Esta era la más implacable 'multa' impuesta por el ejercicio de la libertad amorosa.


Si infidelidad o adulterio han de tener una 'multa', esta nunca será pecuniaria. No podrá ser otra que la disolución de la pareja. La disolución o la aceptación tácita del impulso que lleva a hombres y mujeres a preferir de vez en cuando los platos que se sirven fuera de casa. Y a tolerar esta situación, pasajera o permanente.


Hay que estar muy ocioso para concebir un proyecto de ley que busca castigar con multa las imprevisibles reacciones del corazón o la entrepierna. Es cierto que el matrimonio (civil o eclesiástico, ritualizado o de hecho) es un contrato. En asuntos que conciernen a los sentimientos o la sexualidad, es solo el contrato simbólico de dos y excluye toda intervención legal, a menos que se trate de cuestiones patrimoniales o de responsabilidades familiares.


Debería preocupar más la benevolencia de las penas que castigan las agresiones físicas de hombres a mujeres(o a la inversa) cuando pretenden responder a la infidelidad, imaginaria o de hecho. Allí es donde los "crímenes del amor" deberían contar con leyes implacables. Nada es más ajeno al régimen de libertades del amor o a la ética de las lealtades que esta primaria y enfermiza concepción de la fidelidad.


Es probable que el proyecto de ley no soporte más de un debate. O que el debate se desvíe hacia ejemplos históricos que demuestren la ridiculez de esta iniciativa. Sea como fuere, el ponente de esta ley entró ya, con plenos derechos, en los anales del disparate que un día debería publicar el Congreso de la República.



Óscar Collazos